LICTORES
De origen etrusco, los lictores eran unos subalternos especiales de los magistrados romanos y eran los que ejecutaban sus órdenes más inmediatas. Precediendo siempre a las autoridades, su presencia representaba la Potestas (el poder) y el Imperium (la capacidad de instrucción y mando) del magistrado. Esto es, el poder y el orden de Roma.
FUNCIONES DE LOS LICTORES
Debían ejecutar las órdenes del magistrado cuando éste ejercitaba su derecho de coercitio. Inmovilizaban o arrestaban a quienes incurriesen en falta o delito, e incluso aplicaban in situ los castigos ordenados por el magistrado. Para ello se servían de los fasces (haces), emblema de la autoridad recibida por el pueblo y de la capacidad de coercitio sobre los ciudadanos.
Los fasces eran un manojo de 30 varas (virgae, una por cada curia de la antigua Roma) de abedul u olmo. Estaban agrupadas y ceñidas ritualmente por un cordel de cuero rojo, representando que “la unión hace la fuerza” (al ser más fácil quebrar una sola vara que un haz de ellas). Insertada en ellos había una securis (símbolo de la implacable justicia, del poder sobre la vida y la muerte). Éste solía ser un hacha común, o un labrys (hacha de doble filo), cuya hoja sobresalía por la parte superior, mientras que por la inferior asomaba parte del mango, por donde se portaba el conjunto, siempre sobre el hombro izquierdo.
Aunque hay discrepancias sobre el origen del nombre, la mayoría de autores se inclinan por su relación etimológica con el verbo latino ligo (atar), de forma que lictor sería el portador de fasces atadas. No obstante, otros lo hacen derivar del infinitivo de ese mismo verbo, ligare, pero no referido a las varas, sino a su cometido, pues eran los encargados de atar de pies y manos a los reos antes de ejecutar el castigo impuesto por los magistrados.
LOS LICTORES EN ROMA
Fuera de Roma vestían túnica encarnada, ceñida por un ancho cinturón de cuero negro claveteado con latón.
Dentro del Pomerium (límite sagrado de la urbe de Roma) vestían toga blanca y portaban los fasces sin hachas. Ello representaba su limitación de poder, pues allí el derecho de vida o muerte pertenecía al pueblo, siendo los comitia centuriata (la Asamblea del pueblo) quienes asumían allí la máxima jurisdicción. No podían ejecutar a ningún ciudadano, aunque sí azotar.
Esta limitación fue impuesta por el cónsul Publio Valerio Publícola, quien, tras el derrocamiento del último rey de Roma, Tarquino el Soberbio (siglo VI a.C.), eliminó, sólo dentro del Pomerium, las hachas (secures). También estableció la costumbre de, al personarse en las Asambleas, someter los facses al pueblo inclinándolos ante él, tal como hacían los magistrados ante autoridades superiores, reforzando así el prestigio del pueblo romano (patricios y plebeyos).
Dentro del Pomerium, sólo los dictadores portaban secures en sus facses, pues su máxima magistratura implicaba la suspensión de cualquier otra autoridad.
El número de lictores indicaba el grado de imperium del magistrado. Los reyes, interreges y dictadores iban acompañados de 12 lictores. Este número, según el historiador latino Dionisio, representaba a cada una de las antiguas doce ciudades de la Confederación Etrusca sometidas a la autoridad de Roma tras ser conquistadas.
En aquella época, se repartían de la siguiente manera:
- Los cónsules y procónsules: 12 lictores.
- Los jefes de caballería: 8 lictores.
- Pretores y propretores: 6 lictores.
- Ediles: 2 lictores.
No obstante, tanto Sila como Julio César aumentaron posteriormente su número a 24. Con ello mostraban que un Dictador, al aunar los poderes civiles y militares, era más importante que 2 cónsules.
Tras la repartición de las provincias entre el Senado y el Princeps, Augusto decretó que ningún magistrado podría llevar más fasces y lictores que en su cargo precedente. También concedió dos lictores a los Praefecti (los Prefectos, encargados de controlar el orden público de Roma). Ello simbolizaba, ante la ciudadanía, que actuaban con el poder delegado del Dictador.
Habían de estar prestos a utilizar las varas cuando la situación lo requiriese y cumplir con energía e inmediatez las órdenes de su magistrado. Por ello era imprescindible que fuesen de constitución robusta, voz intimidatoria y ademanes contundentes.
Inicialmente, sus miembros provenían de los ingenui (nacidos libres). Eran escogidos, por sorteo, de entre los estratos más bajos de la plebe. Pero, más tarde, fueron libertos directamente designados por los magistrados de entre sus antiguos esclavos. Aunque se desconoce su número total, probablemente fueran dos o tres centenares (agrupados en Collegium y organizados por decurias), a cuyo frente estaría un Prefecto. Con el tiempo, tras años de servicio, y gracias a su curriculum, era frecuente que se promocionasen socialmente ejerciendo otros empleos. Muchos alcanzaron un nivel económico aceptable, pero no como consecuencia de este “oficio”.
Asistían a los magistrados hasta que éstos cesaban en el cargo. Tras ello, inmediatamente se ponían al servicio de los nuevos el mismo día en que, tras ser elegidos, recibían la ratificación popular de su Imperium.
Cuando se producía un vacío institucional, generalmente por demoras en los relevos en las magistraturas (como solía suceder antes de las elecciones), los lictores permanecían inactivos. Mientras tanto, las insignia dignitatis (los fasces) se depositaban en el Templo de Libitina (diosa de los funerales), guardiana y custodia de las mismas.
Su profesionalidad era garantía de buen servicio y solían sucederse anualmente. Rara vez eran sustituidos por otros, salvo el lictor más inmediato que acompañaba al magistrado, el proximus lictor. Éste solía ser reemplazado por otro de plena confianza del nuevo magistrado, libremente designado por éste.
Como escoltas del magistrado, habían de aguardarle ante las puertas del Senado o de donde aquél estuviese trabajando por asuntos públicos, y siempre prestos a cualquier orden.
Lo mismo ocurría en las visitas a casas de otros ciudadanos. En ese caso, tras anunciar “a viva voz” la llegada del magistrado, habían de esperarle en el vestíbulo hasta el término de la visita. Procedían igualmente cuando aquél acudía a los baños públicos, cenas privadas, representaciones escénicas, juegos, etc…
Pese que estas actividades eran más privadas que públicas, se sobreentendía que el magistrado lo era a todas horas y todos los días mientras durase su cargo. Los magistrados jamás podían ser vistos en público sin sus insignias de mando y sin sus lictores. Éstos debían acompañarle, aunque fuese a cierta distancia, aún en sus gestiones particulares. Su abandono se interpretaba como “dejación del mando”, lo que suponía un grave delito constitucional, considerado una irresponsabilidad por el vacío de poder o desgobierno que ello pudiese provocar.
En encuentros ocasionales, el magistrado inferior debía ceder el paso al superior, e incluso bajarse del caballo y descubrirse la cabeza si era interpelado. Por lo mismo, sus lictores debían bajar las fasces (fasces submittere) y, si la entrevista lo era en recinto cerrado y no al aire libre, habían de aguardarle a una distancia prudencial. Cualquier omisión o lentitud en el cumplimiento de este protocolo era apremiado por el proximus lictor del magistrado superior. Ni aún los más estrechos lazos de parentesco entre los interlocutores podía obviar el cumplimiento de estos ritos institucionalizados.
De esta rigidez formal quedaban exentas las mujeres, a las que ningún lictor podía coaccionar con voces o vergajazos. Prueba de ello es el legendario relato de Dionisio, quien narra que, cuando Roma era asediada por Cayo Marcio Coriolano (siglo V a.C.) al frente de tropas volscas, éste, ante la presencia de su madre Veturia y de su esposa Volumnia, que encabezaban la delegación romana de mujeres que habían ido a solicitar el fin de las hostilidades, ordenó bajar ante ellas sus fasces consulares. Resaltó así la sumisión que obligaba a la máxima autoridad en presencia de una “matrona romana”.
El imperium maius implicaba la capacidad legal de presidir tribunales, juzgar delitos, dictar penas máximas y ordenar su ejecución. Los fasces, por tanto, se constituían también en los instrumentos legales con los que los lictores cumplían las sentencias de los magistrados. Por ello, la posesión de ellos completos (con secures) simbolizaba la plena capacidad del magistrado a usarlos plenamente. A un magistrado sine imperio, como los ediles (que entendían de ciertos delitos menores), lo acompañaban en su actividad judicial dos lictores sin secures, pues su uso escapaba a sus competencias.
En los juicios, los lictores se situaban próximos al magistrado-presidente con los fasces frente a la audiencia. En el transcurso de las causas velaban por el orden en la Sala, conducían al estrado a los enjuiciados y atajaban cualquier tumulto. Eran quienes instaban a hablar a los procesados, alternando la palabra de uno a otro según lo ordenara el juez. También se encargaban de recoger la tablilla que contenía la sentencia, cuando ésta no se anunciaba por el praeco (heraldo, pregonero), y procedían a su inmediata ejecución. Generalmente, las condenas consistían en:
- Asestar un determinado número de palos, previa inmovilización del condenado (¡lictor, conliga manus!).
- Muerte por flagelación (corpus virgis ad necem caedi).
- Dar muerte por decapitación (securi caesi).
- Por la combinación de los dos anteriores (deligati ad palum percusis et securi caesi).
Si el juicio era fuera de Roma, los facses lo eran completos, y en número según el imperium del magistrado, o sin secures si el tribunal no era de última instancia.
Todo magistrado cum imperio podía delegar parte de su poder en otros magistrados inferiores. Esta medida resultó ser esencial en las campañas militares, donde la transferencia de poderes suponía, además, su simbolización con la concesión de fasces y lictores. También los legados de los gobernadores provinciales solían recibir uno o dos lictores de éstos. Así mismo, los legados senatoriales destacados a alguna provincia solían pedir algún lictor al gobernador de ésta, a modo de salvoconducto. El Senado solía otorgar cierto número de lictores a sus legados y embajadores, según su rango, calidad y misión a desempeñar. Tal fue el caso de Catón, quien los llevó a Chipre cuando se le encomendó liquidar el dominio ptolemaico, o el de Pompeyo cuando marchó a Egipto a reponer a Ptolomeo Auletes en el trono.
LOS LICTORES EN LA GUERRA
En campañas militares, la función de escolta de los lictores se reforzaba. Ese hecho se subrayaba cambiando, tal como hacían también los magistrados, sus vestimentas civiles por los uniformes militares (paludamentum). Por ello, cuando se hablaba de lictores paludati, ello indicaba el inminente inicio de la guerra.
Acompañaban al magistrado en la vida cotidiana del campamento. En combate, luchaban a su alrededor y lo protegían del enemigo. Estaban siempre coordinados por las directrices del proximus lictor, quien no permitía que nadie se interpusiese entre él y su señor, cayendo el primero en combate si ello fuese necesario para protegerlo.
La captura de los fasces pasó a convertirse en anhelo del enemigo, pues suponía la victoria moral y la máxima humillación del vencido. No hubo nada más vergonzoso e ignominioso para Roma que saber el estado de corrupción y desgobierno en que se encontraba la Sicilia de Cayo Verres (71 a.C.) a través de la noticia de la captura por los piratas de los doce lictores del mismo gobernador en la capital, Siracusa.
SIMBOLOGÍA DE LOS FACSES
Los facses invertidos, vueltos hacia abajo (fasces perversi), eran signo de sumisión. Con ello se mostraba la obediencia para con los superiores. Pero también eran signo de mal agüero, y así se portaban también cuando el ejército, tras una derrota, marchaba en retirada.
Por otra parte, la rotura de las fasces suponía insultar al poder delegado por el pueblo. A nivel individual, podía significar, desde la dimisión del magistrado que de esta manera procedía, hasta su destitución por no saber hacer buen uso del poder conferido por el pueblo.
Hasta el final de la República fue prerrogativa del Senado otorgar el Triumphum (Triunfo) al general victorioso, y con él, el derecho a ornar con laurel sus insignias (fasces laureati), simbolizando y perpetuando así la victoria obtenida, donde la presencia del laurel glorificaba al aclamado Imperator.
Desde el siglo I d.C. los emperadores se atribuyeron permanentemente fasces laureati, llevándolos dorados para distinguirse del resto de magistrados. Este hecho marcó el rumbo que, desde Augusto, siguió la constitución romana. Y, al igual que otras instituciones republicanas, supuso el paulatino deterioro tanto de los contenidos como de su expresa simbología.
EVOLUCIÓN DE LOS LICTORES
La figura del lictor, como garantía de orden y autoridad, llegó a tener tal arraigo social que su presencia se hizo preceptiva en toda manifestación popular que implicase gran concentración de gente, acudiendo tanto a los juegos públicos como a las representaciones teatrales y desfiles procesionales.
También se requirió su presencia en aquellos cortejos fúnebres donde, por el número de asistentes, se hiciese necesaria su presencia preventiva y en el que, sin vinculación alguna con el significado social del personaje al que acompañaban y abrían paso, portaban tan sólo las virgae, necesarias para el eventual desarrollo de su misión preventiva.
A instancias del Estado, también se usaron lictores en aquellos funerales donde, con su presencia, se pretendía simbolizar el luto y el duelo oficial debido hacia el finado. En esos funerales públicos (indictiva) acompañaban el cortejo fúnebre marchando con sus facses completas e invertidas (fasces perversi).
También entonces usaban vestimentas apropiadas para la ocasión (atri actores), representando la pasada gloria del difunto. Esta muestra de respeto público ha pervivido hasta nuestros días. Nuestros militares, en el transcurso de las exequias en que participan, aún continúan portando sus armas invertidas (“a la funerala”), ornadas con un crespón negro, como muestra de duelo y luto para con el finado.
Igualmente, ejercieron sus funciones como auxiliares de los oficiantes en sacrificios rituales, ceremonias y procesiones religiosas. Garantizaban, con su presencia, la no interrupción de esos actos. Así, se tiene constancia de que auxiliaron a los flámines (colegios sacerdotales), siendo habitual su presencia tanto al servicio de los Pontífices, como al de los Augures cuando éstos tomaban los auspicios.
Pese a que su empleo era exclusivo de las autoridades, en ocasiones, como muestra de respeto o como protección, se otorgó esta escolta honorífica a ciertas personas. Por ejemplo, desde el año 42 a.C. los triunviros dispusieron que las Vírgenes Vestales no saliesen sin ir acompañadas de un lictor. Un privilegio que también alcanzaron algunas mujeres de estirpe imperial. Así, a Agripina la Menor (hermana de Calígula, sobrina y viuda del emperador Claudio y madre de Nerón), el Senado asignó dos lictores en 54 a.C.
Con el devenir histórico (Monarquía, República, Imperio…), llegaron a tener tal protagonismo que su uso concluyó en abuso. Así, a comienzos del siglo I, la injusticia y el desorden provocaron una Roma amedrentada y aterrorizada por la acción de los lictores. A mediados del siglo V la presencia de los 120 lictores, que abrían camino a los 10 respectivos decenviros (sustitutos consulares), generó verdadero terror en la población. Nadie deseaba encontrarse con una comitiva lictoria, pues su presencia no presagiaba nada halagüeño. El sólo oír el ruido de las fasces cuando las apoyaban en la pared de los vestíbulos provocaba el pánico general y algún que otro desmayo en las mujeres.
Cualquier súbdito de provincias conoció el significado de la entrada en su ciudad de los fasces romanos, donde ¡Virgae et secures! (¡Cañas y hachas!), ¡Tributa inmortalia! (¡Homenaje al inmortal!) e ¡Ingrata militia! (¡Maldito ejercito!) fueron coloquiales expresiones, por todos conocidas, de los símbolos más temidos que definían la dominación romana de los territorios.
LOS FACSES EN LA ACTUALIDAD
Lo que significaron los facses para el mundo romano nos lo han transmitido las generaciones pretéritas. Hoy en día, más de 2.500 años después, constituyen una preciosa herencia. Como símbolo ostentoso e indiscutible, los facses aún perviven en multitud de organismos e instituciones, y siguen representando: Unidad, Orden, Fuerza…
¡Todo un legado debido a ROMA!
2 Comentarios
Julius
Buenas, tengo una pregunta. ¿Qué armas llevaban un Lictor? porque de alguna manera tendrían que defenderse ¿no?
J. Méndez
Hola Julius, muchas gracias por tu comentario. Las únicas armas que portaban son las que describimos en el artículo, principalmente las «hachas».
¡Saludos!