
LA BATALLA DEL LAGO RÉGILO
La Batalla del Lago Régilo fue la más tremenda y encarnizada lucha romana habida hasta entonces. Tuvo lugar en las proximidades del lago homónimo (cerca de Tusculum). En ella, el dictador romano Postumio derrotó, un 15 de julio del año 496 a.C., a los latinos, sublevados por instigación del depuesto rey Tarquinio “el soberbio”. En su decurso se creó la Dictadura: todas las magistraturas romanas eran asumidas por el dictador, que las ejercía con plenos poderes, tanto civiles como militares.
Su victoria trajo consigo, además:
- Que se añadiese un día más a las Fiestas Latinas.
- La construcción del Templo de Cástor y Pólux.
- La erección del Templo de Ceres, Liber y Libera.
- Y una nueva alianza latina: el foedus cassianum.
Los historiadores antiguos han dejado fiel testimonio de tan memorable batalla y de sus relevantes consecuencias. Además, como perenne testimonio de esta gesta, la “Sala de los Capitanes” de los Museos Capitolinos la rememora en un precioso fresco. La obra, realizada entre 1587 y 1594, está trazada con suntuoso detalle por el italiano Tommaso Laureti “el Siciliano” (c. 1530-1602).
Esta victoria romana supuso no sólo la definitiva abolición de la monarquía, sino que consolidó la República Romana, marcando el inicio del dominio y la expansión de Roma. La ciudad, una pequeña urbe en el Lacio, acabaría forjando un Imperio; y, con él, toda una civilización, eterna y universal. El mismo Namaciano (poeta romano del siglo V) alabó su grandeza y esplendor con estos inolvidables versos:
“Una sola patria hiciste de pueblos diversos:
dominaste tú, a injustos convino ser tomados,
y mientras das, a vencidos, consorcios de propio derecho,
urbe hiciste aquello que primero era orbe” (De redito suo, Libro I, 65).
ANTECEDENTES DE LA CONTIENDA
El punto de partida de la épica Batalla del lago Régilo se origina en Fidenas (Fidenae), ciudad sabina del Lacio, situada a unos 8 km. al Norte de Roma, tras ser tomada por Roma. No obstante, es preceptivo contextualizar el decurso de esos acontecimientos.
Tras la expulsión en 509 a.C. del último rey de Roma, Lucio Tarquinio el “Joven”, éste se había refugiado en la ciudad latina de Túsculo. En consecuencia, las 30 ciudades que conformaban la Liga Latina expulsaron a Roma de esta alianza. Pocos años más tarde, la ciudad de Fidenas, instigada por los Tarquinios, que trataban de recobrar el poder, se rebeló contra Roma. Ésta, que acababa de fundar la República, envió contra ella un poderoso ejército, al mando del cónsul Tito Larcio Flavo, cercándola. Sus habitantes, obligados a permanecer dentro de sus murallas, pidieron auxilio a las demás ciudades latinas.
Finalmente, asediados por el hambre y viendo que no les llegaba ayuda alguna, sus habitantes se vieron obligados a rendirse a Roma (en 505/504 a.C.). En consecuencia, los fidenates que habían iniciado el levantamiento y los rebeldes más sobresalientes fueron públicamente azotados y decapitados, y sus bienes confiscados. Al resto se les permitió conservar la ciudad y sus bienes, si bien Roma se apropió de la mitad de sus tierras, que fueron repartidas por lotes entre los romanos que allí establecieron como guarnición.
REACCIÓN DE LOS PUEBLOS LATINOS
Indignados los latinos por lo acontecido a Fidenas, se reunieron en asamblea. En ella acabaron declarando conjuntamente la guerra a Roma. Lo decidieron instigados por el depuesto rey Tarquinio, su yerno Octavio Mamilio (que vivía en Túsculo), y su hijo Sexto (entonces rey de Gabios), así como los dirigentes de la ciudad de Aricia. Y, se juramentaron votando que quienes incumplieran los acuerdos quedarían excluidos de la alianza, declarándolos malditos y enemigos de todos. Pretendían con ello evitar traiciones a la comunidad y que ninguna ciudad se reconciliara con los romanos sin el consentimiento de todos.
Así lo acordaron y suscribieron los dirigentes de las siguientes ciudades: Ardea, Aricia, Bovilas, Bubento, Cora, Carvento, Circeyos, Coríolos, Corbión, Cabo, Escapcia, Fortinea, Gabios, Laurento, Lanuvio, Lavinio, Labicos, Nomento, Norba, Preneste, Pedo, Querquetula, Satrico, Secia, Tibur, Túsculo, Tolerio, Telenas y Velitras.
Asimismo, Sexto Tarquinio y Octavio Mamilio (hijo y yerno, respectivamente, del depuesto rey) fueron nombrados generales con plenos poderes. Y se acordó que tomasen parte en la campaña tantos hombres en edad militar como éstos precisaran.
A continuación, para justificar aún más la guerra, enviaron a Roma una embajada conformada por los hombres más distinguidos de cada ciudad. Allí, ante el Senado Romano, denunciaron la causa de la ciudad de Aricia: pretextaron que Roma, cuando los tirrenos emprendieron la guerra contra los aricinos, no sólo les permitió atravesar su territorio, sino que también les ayudaron en cuanto precisaban para la guerra, e incluso auxiliaron y acogieron a cuantos tirrenos escaparon del desastre. Tras ello emplazaron a los romanos a que compareciesen ante el tribunal general latino para responder de estas acusaciones: si aceptaban el veredicto de todos, no habría necesidad alguna de guerra; si mantenían su acostumbrada arrogancia, evitando las compensaciones justas y razonables, entonces la guerra sería inevitable. Y los amenazaron con que todos los latinos lucharían contra ellos con todas sus fuerzas.
DECLARACIÓN DE GUERRA
Como era de esperar, el Senado Romano no quiso someterse a dictamen de tribunal alguno donde los jueces fuesen los mismos acusadores. En consecuencia, Roma votó aceptar la guerra.
Ambos contendientes enviaron embajadores a las ciudades vecinas en busca de alianzas y apoyos. Pero todos los pueblos de alrededor (hérnicos, rútulos, volscos y tirrenos) ponían pegas, evitando implicarse abiertamente en una guerra que no les atañía.
Con todo, los romanos, pese a su inferioridad numérica frente a la alianza latina, iniciaron los preparativos para la guerra. Confiaban, como ya habían demostrado en ocasiones anteriores, en sus propias fuerzas, en su elevada moral y en su gran audacia. Además, en caso de ganar la guerra, no tendrían que compartir la gloria con nadie.
Sin embargo, nada más iniciarse los preparativos, surgieron los primeros contratiempos. Los pobres y, sobre todo, quienes no podían pagar las deudas a sus acreedores, que eran muchísimos, no obedecieron a la llamada a las armas: se negaban a participar en acción alguna si no se les condonaban las deudas. Los deudores alegaban que si los acreedores aún podían esclavizarlos por las deudas, aun en el caso de ganar la guerra, y pese a la hegemonía de la ciudad, seguirían sin libertad. Es más, advirtiendo que no se les hacía partícipes de ningún bien, se exhortaban unos a otros a abandonar la ciudad.
El conflicto llegó a conocimiento del Senado, en cuyo seno surgieron posiciones encontradas. El senador Marco Valerio se mostró partidario de condonar las deudas y ganarse a los pobres, considerando, tras aducir múltiples ejemplos, que a quienes no iban a tener ningún beneficio, en realidad nada los empuja a ser valientes. Además, si se permitía su deserción, temía que, seducidos por Tarquinio, se pasaran al enemigo y éstos consiguieran restaurarlo en el poder.
Contrariamente se pronunció Apio Claudio Sabino, para quien, de aceptarse tales propuestas, la situación, al pasar de los pobres a los ricos, se haría aún más gravosa: ello pondría fin a la laboriosidad, acrecentaría el número de vagos y desenfrenados, y la riqueza sería mal vista. Y concluyó que, si permitían que las condiciones del pueblo se impusieran al parecer del Senado, sucedería lo mismo que a los que subordinan el alma al cuerpo, que no viven conforme a la razón, sino a sus pasiones. En suma, lo más útil sería ignorar a quienes impusieran alguna condición, en la idea de que, aunque tomasen las armas, no serían de ninguna utilidad para la defensa de la patria.
Entre estas consideraciones hubo otras muchas propuestas más moderadas. Finalmente el Senado resolvió aplazar cualquier decisión y no tomar consideración alguna, decretándose el cese de todas las actividades, incluso las judiciales, para centrarse tan sólo en la guerra. Ello, si bien disminuyó la agitación ciudadana, no desterró por completo el espíritu de sedición de los plebeyos. Consideraban éstos que los sentimientos de los hombres no son iguales cuando están necesitados que cuando han visto satisfechas sus peticiones. Y ante ello, exigían, si querían que participasen en los peligros, la condonación inmediata de las deudas, o no engañarlos posponiéndolas.
INTRODUCCIÓN DE UNA NUEVA MAGISTRATURA: LA DICTARURA
Buscando el mejor modo de conseguir que los plebeyos dejaran de producir alteraciones, el Senado decidió suprimir temporalmente el poder consular. En su lugar, decidieron crear una nueva magistratura unipersonal, soberana en todos los asuntos y con plenos poderes sobre la guerra y la paz: la Dictadura (Dictaturam). Su ejercicio, cuya duración máxima era de seis meses (tras los cuales el poder retornaría nuevamente a los cónsules), gozaba de total impunidad, pues no estaba sujeta a rendición de cuentas de cuanto el dictador decidiera o hiciera.
Los motivos que obligaron al Senado a someterse voluntariamente a esta “tiranía” (la Dictadura), precisamente para acabar la guerra contra un tirano (el rey depuesto), fueron muchos y variados. Prevaleció, sobre todo, la intención de acabar con la ley Valeria, más conocida como ley Publícola por haber sido introducida por el cónsul Publio Valerio Publícola en 509 a.C. Ésta otorgaba a los ciudadanos el “derecho de apelación” (provocatio): ningún romano podía ser castigado antes de juicio. Además, concedía a los condenados el derecho de apelar ante el pueblo, invalidando las decisiones de los cónsules. Y, hasta que el pueblo votase su caso, tanto sus personas como sus bienes gozarían de plena seguridad. Ordenaba, además, que quien intentara infringir ésto fuera muerto impunemente.
Era evidente que, mientras esta ley permaneciera vigente, nada obligaría a los pobres a obedecer a los magistrados. En cambio, si era abolida, todos habrían de cumplir las órdenes ineludiblemente. En vista de ello se decretó lo siguiente: los entonces cónsules y cuantos ostentasen alguna magistratura o tuvieran alguna función pública renunciaran a su poder. Y decidieron que a un solo hombre, el que el Senado eligiera y el pueblo confirmara, se le entregara el poder de todos y gobernara por un tiempo no superior a seis meses con una autoridad superior a la de los cónsules.
Los plebeyos no llegaron a apercibirse del sentido estricto que este decreto contenía, que en realidad anulaba la ley que les aseguraba la libertad. Y, con su voto, sancionaron las decisiones del Senado, permitiendo que los senadores deliberaran y eligieran quién habría de gobernar.
LA ELECCIÓN DEL PRIMER DICTADOR
Después de estos acuerdos los senadores iniciaron una búsqueda exhaustiva y rigurosa del hombre a quien entregar el mando supremo. Lo ideal sería que el elegido fuese un hombre prudente, con mucha experiencia militar, bien dispuesto para la acción y que no se dejase llevar a la insensatez por la magnitud de su poder. Sobre todo, habría de ser alguien que supiese gobernar con firmeza, capaz de inspirar temor e inquebrantable frente a los desobedientes, algo muy necesario en aquellos momentos.
Tras varias deliberaciones, se acordó por ley que entre los dos cónsules, en aquel momento los dos mejores hombres que administraban el Estado, eligiesen entre ellos mismos al que considerasen más apto. Entonces ostentaban el poder los cónsules Quinto Clelio Sículo y Tito Larcio Flavo, que habían sido elegidos en 498 a.C., pero, como era de esperar, cada uno consideraba al otro más cualificado, y ninguno cedía en sus pretensiones.
Finalmente el cónsul Clelio proclamó dictador a su colega Larcio, renunciando él mismo al consulado. Así se instauró la Dictadura en Roma, y así se nombró, en 498 a.C., a Tito Larcio Flavo primer Dictador de la República Romana.
ORÍGENES DE LA DICTADURA
El historiador griego Dionisio de Halicarnaso aclara la procedencia del vocablo. Según él, tal y como expone en su obra “Historia antigua de Roma” (Libro V, 73), el nombre de Dictador (Dictatorem) derivaría de:
- el poder de ordenar lo que quiera y de disponer para los demás las normas justas y convenientes que le parezcan oportunas. Tal denominación derivaría, por tanto, de su capacidad de dictar (dictare) que significa “aquel que dicta o prescribe”.
- la forma de elección, al ser designado por un solo hombre, en lugar de lo hasta entonces acostumbrado, por elección del pueblo. El nombre, en este caso, procedería del término dictus (creado), y no de creatus (elegido).
No obstante, esta figura, que en realidad es una tiranía elegida, posiblemente fuese tomada por los romanos, como tantas otras cosas, de los griegos. Ciertamente, los antiguos griegos ya contaban con los Aisymnétai: una especie de tiranos designados por elección que las ciudades elegían en circunstancias convenientes y por el tiempo indispensable.
PRIMERAS MEDIDAS DEL DICTADOR
Tan pronto como el dictador tomó el poder, nombró Jefe de la Caballería a Espurio Casio Vecellino (Spurius Cassius Vecellinus), que había sido cónsul en 502 a.C.
A continuación, más para impresionar que por utilidad, ordenó a los 24 lictores que le acompañaran por la ciudad con los facses completos. Con esa escolta mostraba a toda Roma el poder con que estaba investido: el derecho de vida y muerte, contra el que no cabía apelación. Ello, como pretendía, asustó mucho a los alborotadores y sediciosos, a quienes no quedó más recurso que una escrupulosa obediencia. Luego ordenó que todos los romanos, por tribus, presentaran una valoración de sus bienes, añadiendo los nombres de sus mujeres e hijos, así como sus respectivas edades. Y, sabiendo que quienes desobedecieran no sólo perderían sus bienes, sino también la ciudadanía, prontamente obtuvo el censo: halló 150.700 romanos mayores de edad.
Después, separó a los que estaban en edad militar y, tras disponerlos en centurias, los distribuyó entre la Infantería y la Caballería en cuatro cuerpos. De ellos, él se quedó el que consideró mejor. De los restantes, ordenó a Quinto Clelio (su anterior colega en el consulado) que se quedara el que quisiera. El tercero ordenó que lo escogiera el Jefe de la Caballería (Espurio Casio). Y el que quedaba lo asignó a su hermano Espurio Larcio, disponiendo que permaneciera para guardar la ciudad con ayuda de los hombres de mayor edad.
PREPARATIVOS PARA LA GUERRA
Acto seguido, cuando tuvo bien dispuesto todo lo necesario para la guerra, sacó las fuerzas al exterior, estableciendo tres campamentos en los lugares en que suponía que los latinos atacarían. No obstante, mostró ser un general prudente, no sólo asegurando su propia situación, sino también tratando de debilitar al enemigo. Así, en aras de concluir la guerra sin combate ni penalidades, envió embajadas secretas a los más ilustres latinos pretendiendo convencerlos de establecer amistad entre las ciudades.
Paralelamente envió otras embajadas a cada ciudad y a la Confederación Latina, consiguiendo, sin dificultad, que no tuvieran ya todas la misma disposición para la guerra. Sobre todo se los ganó por el trato dispensado a algunos prisioneros latinos capturados mientras devastaban el territorio romano: tras hacer que los curaran y ganárselos con otros favores, los devolvió al campamento enemigo sanos y salvos, y sin rescate. Con ellos mandó como embajadores a los romanos más distinguidos, consiguiendo finalmente que se deshiciera el ejército latino y que se estableciera entre ambos estados una tregua de un año.
TREGUA Y FIN DE LA DICTADURA DE TITO LARCIO
Conseguida la tregua, Larcio condujo las tropas de vuelta a casa y, antes de que expirase su mandato, designó cónsules y abandonó el cargo de dictador.
Su dictadura, a la que imprimió una irreprochable conducta, fue considerada digna de admiración por los historiadores: no sólo no dio muerte ni desterró de la patria a ningún romano, sino que tampoco causó a nadie ningún otro sufrimiento.
La tregua obtenida proporcionó a los nuevos cónsules, Aulo Sempronio Atratino y Marco Minucio Augurino, y a toda Roma, una paz absoluta. A ello contribuyó el que el Senado mantuviese la prohibición de exigir el pago de las deudas hasta que la temida guerra concluyese, lo que calmó los disturbios inicialmente generados.
Durante este año (497 a.C.), además, se obtuvo un buen presagio para la guerra. El Senado, sabedor de que, por razón de parentesco o amistad, muchísimas mujeres de una nación habían sido dadas en matrimonio en la otra, sancionó un decreto muy razonable: que las mujeres romanas casadas con latinos, y las latinas casadas con romanos, fueran dueñas de quedarse junto a sus maridos, si querían, o de regresar a su patria; los hijos varones permanecerían junto a sus padres, y las hijas no casadas acompañarían a sus madres.
Así, al obtener estas garantías por decreto, casi todas las romanas que vivían en ciudades latinas abandonaron a sus maridos y regresaron a casa de sus padres. Y todas las latinas casadas con romanos, excepto dos, despreciaron a su patria y permanecieron junto a sus maridos.
FIN DE LA TREGUA
Transcurrido ese año, recibieron el consulado Tito Virginio Tricoste Celimontano y Aulio Postumo Albo. Bajo su mandato, la tregua entre romanos y latinos expiró, y ambas naciones se prepararon nuevamente para la inminente guerra.
Todo el pueblo romano iba voluntariamente y con gran entusiasmo al combate. Sin embargo, la mayoría de los latinos iban de mala gana y forzados por la necesidad, pues los más poderosos habían sido casi todos sobornados con regalos y promesas por los Tarquinios. En consecuencia, la gente del pueblo latino no deseaba la guerra y, sintiéndose apartada de los asuntos públicos, muchos de ellos, resentidos, se habían pasado a los romanos.
Los romanos acogieron bien a estos exiliados: a los que llegaban con mujeres e hijos los asignaron a las fuerzas del interior de la ciudad, incluyéndolos en las centurias ciudadanas; al resto, bajo estrecha vigilancia para que no provocaran ninguna agitación, los enviaron a las guarniciones de los alrededores, repartiéndolos entre las colonias.
NOMBRAMIENTO DE UN NUEVO DICTADOR: PRIMERAS ACTUACIONES
En cuanto a la guerra, todos pensaban que la situación requería nuevamente un poder único, libre de cuentas y de administrar todo según su criterio. Así, Aulo Postumio Albo, el más joven de los cónsules, fue nombrado dictador por su colega Virginio.
Al igual que su predecesor, lo primero que hizo Postumio fue nombrar a su propio Jefe de la Caballería, designando a Tito Ebucio Elba. Seguidamente, tras alistar a todos los romanos en edad militar, conformó el ejército, dividiéndolo en cuatro partes: él personalmente quedó al frente de una; otra la puso a las órdenes de su anterior colega Virginio; la tercera, a Ebucio, el Jefe de la Caballería; y la cuarta, a la que encomendó la vigilancia de la ciudad, dispuso que fuese comandada por Aulo Sempronio.
LOS INICIOS DE LA GUERRA
Cuando Postumio ya tenía dispuesto todo para la guerra, se percató de que en Roma había escasez de víveres: los campos no se trabajaban y no llegaban provisiones de fuera. Por ello, ante el gran temor que ello suscitaba, ordenó consultar los sagrados Libros Sibilinos. Al saber que los oráculos mandaban aplacar a los dioses, les había hecho una promesa: si durante su mandato se mantenía en la ciudad la misma abundancia de víveres que en tiempos anteriores, les construiría templos e instituiría sacrificios anuales.
Entretanto, los exploradores le informaron que los latinos habían salido con todo el ejército. Luego le informaron que habían tomado Corbión (Corbio), una plaza fuerte junto a los Montes Albanos en la que estaba asentada una pequeña guarnición romana. Tras destruirla por completo, la habían convertido en base de operaciones, desde donde andaban devastando el territorio.
Es más, iniciada así la campaña por los latinos, les llegó de Ancio (la ciudad más importante del pueblo de los volscos) un poderoso ejército con armas, trigo y todo lo necesario para la guerra. Ello les reportó gran esperanza, pues, viendo que Ancio había dado el primer paso, confiaban que el resto de los demás volscos les ayudarían.
Postumio, nada más conocer ésto, y antes de que se reunieran todas las fuerzas latinas, salió rápidamente con todo su ejército. Lo condujo a marchas forzadas durante la noche, llegando cerca de donde estaba asentado el enemigo, junto al llamado lago Régilo (lacus Regillus). Allí, en la campiña de la antigua ciudad de Tusculum (posiblemente en la zona actualmente denominada “Pantano Secco”, a unos 3 Km. al norte de la actual Frascati), instaló su campamento. Lo emplazó en un lugar seguro, en una colina elevada y de difícil acceso, dominando al enemigo.
Los generales latinos, que previamente habían acampado por separado, reunieron sus fuerzas en un mismo lugar y deliberaron el modo en que llevarían adelante la guerra. Unos eran partidarios de atacar la colina ocupada por el dictador, presuponiendo que ello era signo de cobardía. Algunos optaban por cercarlos con un foso, y atacar Roma, considerando que sería fácil de conquistar al estar fuera de ella lo mejor de su juventud. Otros, prefiriendo la seguridad a la audacia, creían conveniente esperar los refuerzos de los volscos y de los demás aliados.
Mientras los latinos deliberaban, el cónsul Tito Virginio, que había hecho el camino la noche anterior, llegó repentinamente de Roma con su ejército. Lo acampó sobre otra cima muy escarpada y segura próxima a la del dictador.
Ambas posiciones obstaculizaban las incursiones latinas hacia el territorio romano, generando en ellos gran temor al poder verse forzados a agotar sus escasos víveres si la situación se prolongaba.
Advirtiendo la inexperiencia de los generales latinos, el dictador aprovechó para tomar una colina próxima, convenientemente situada en el camino por donde los latinos se aprovisionaban. Así, ordenó al Jefe de la Caballería que la tomase con sus mejores hombres y parte de la infantería ligera. Tito Ebucio condujo sus fuerzas de noche y, tras pasar junto al campamento enemigo sin que éstos se apercibiesen, se adueñó de la colina.
Cuando los generales latinos vieron que el enemigo, situado a sus mismas espaldas, interrumpía su aprovisionamiento, intentaron echar de allí a los romanos antes de que se fortificasen. Tras varias escaramuzas, sus intentos resultaron vanos: la propia naturaleza del terreno ofrecía grandes ventajas a los romanos al dominar éstos las alturas. Además, se les unió otro ejército que el dictador había enviado en su apoyo, por lo que a los latinos no les quedó más remedio que replegarse. Ante ello, los romanos reforzaron abiertamente su posición.
En esas circunstancias, los generales latinos, evitando más demoras, optaron por decidir la situación rápidamente con una batalla.
Por su parte, el dictador romano había interceptado a unos mensajeros que llevaban cartas de los volscos a los latinos. En ellas les manifestaban que en unos tres días les llegarían numerosas tropas volscas en su auxilio, y también otras de los hérnicos. Y pese a que, viendo la inexperiencia de los generales enemigos, esperaba poner fin a la contienda sin derramamiento de sangre, también se decidió entonces a entablar combate.
DISPOSICIÓN DE LAS TROPAS
Dispuestos los ejércitos para la inminente batalla, ambos avanzaron hacia el terreno entre los dos campamentos, disponiendo así sus fuerzas:
- LATINOS.- Los latinos formaron su frente de la siguiente manera: Sexto Tarquinio comandaba el ala izquierda; Octavio Mamilio la derecha; y Tito (el otro hijo de Tarquinio) ocupó el centro, engrosado también con fuerzas de los desertores y exiliados romanos. En total, incluyendo los aliados, contaban con unos 40.000 infantes y 3.000 jinetes, éstos distribuidos entre las dos alas y el centro de la formación.
- ROMANOS.- Frente a ellos, el ejército romano, conformado por unos 23.700 soldados de infantería y 1.000 de caballería, se dispuso del siguiente modo: el flanco izquierdo (frente a Octavio Mamilio) lo comandaba el jefe de la Caballería, Tito Ebucio; al frente del flanco derecho estaba Tito Virginio (frente a Sexto Tarquinio); el centro de la formación (frente a Tito Tarquinio) lo ocupó el propio dictador, Postumio.
ARENGAS A LAS TROPAS
Como era habitual, antes de iniciar la contienda los generales latinos alentaron a sus tropas incitándolas al valor.
Lo mismo hizo el dictador romano, si bien, viendo a los suyos atemorizados por enfrentarse a un ejército muy superior, su arenga fue más profusa. La detalla el historiador Dionisio de Halicarnaso, quien narra con exhaustividad su contenido en su excelsa obra “Historia antigua de Roma” (Libro VI, 6-9). Les convenció de que los dioses, por medio de augurios, presagios y otros vaticinios, les prometían la libertad y una feliz victoria. Serían éstos sus aliados, no sólo por la piedad mostrada hacia ellos y la justicia que siempre practicaron, sino para vengarse de quienes emprendían una “guerra injusta”. Así era considerada, pues habiendo sido parientes y amigos, sus enemigos luchaban ahora, no por el poder y la hegemonía de ambos pueblos, sino en defensa de la tiranía de los Tarquinios.
A continuación les exhortó a mantener la mutua confianza, sabedores de las ventajas con que contaban:
- Sobre todo, el interés general por defender la Patria. Ciertamente, de ganar el enemigo, deseosos como estaban por haberlos expulsado de la ciudad, con la derrota perderían también su dignidad, su soberanía y su libertad.
- Salvo los anciates (habitantes de Ancio), ningún otro enemigo estaba presente para tomar parte con ellos en la guerra. En realidad, aunque preveían que se les unirían muchos más, algunos habían abandonado sus promesas de ayuda y otros se demoraban dándoles esperanzas. Y los que ahora estaban ocupados en los preparativos llegarían tarde a la batalla y no les serían de ninguna utilidad.
- La mayoría de los enemigos tomaban las armas contra ellos a la fuerza, siendo realmente muy pocos los que voluntaria y ardorosamente combatirían por los tiranos. Además, les recalcó: “no ganan las guerras quienes son superiores en número, sino en valor”.
Asimismo les estimuló con la presencia de los principales senadores que, pese a su edad y estar dispensados por ley del servicio militar, estaban allí presentes para compartir con ellos las vicisitudes de la guerra.
A continuación, antes de entrar en combate, les previno de la suerte que correrán unos y otros:
- A quien llevase a cabo alguna acción noble o valerosa, además de los honores correspondientes, les daría un lote de tierra pública, suficiente para que no le faltase de nada.
- Al cobarde que intentase rehuir el combate y pretendiese una huida vergonzosa, sólo le esperaría la muerte de que huía. Y enfatizó: los que así mueran no recibirán sepultura ni los demás ritos tradicionales, sino que, de modo no envidiable y sin que nadie los llore, serán despedazados por las fieras y aves de rapiña.
Tras animarlos así al combate, añadió otras emotivas y fraternales palabras, concluyendo: “Dichosos quienes consigáis celebrar el triunfo de esta guerra, pues os recibirán vuestros hijos, mujeres y padres. Pero los que entreguen sus vidas por la patria serán gloriosos y envidiados por su valor; pues todos los hombres, cobardes o valientes, estamos destinados a morir, pero sólo los valientes a hacerlos con honra y con gloria”.
Refiere Dionisio de Halicarnaso que cuando todavía estaba incitándolos al valor, una especie de confianza divina se apoderó del ejército y todos a una gritaron “Valor y adelante”.
Tras alabar su arrojo, Postumio prometió a los dioses que, si obtenían una gloriosa victoria, realizaría grandes y costosos sacrificios e instituiría fastuosos juegos que el pueblo romano celebraría todos los años.
INICIO DE LA CONTIENDA
A continuación les hizo marchar a sus respectivos puestos y, tras dar los generales la orden de combate haciendo sonar las trompetas, se lanzaron al ataque: primero, la infantería ligera y la caballería de cada una de las partes; luego la infantería.
A priori, ninguno de los ejércitos esperaba tener necesidad de luchar: los latinos, debido a su superioridad numérica, esperaban que los romanos se asustasen al primer ataque; los romanos confiaban espantar al enemigo por su audacia y su valor. Pese a todo, ninguno de los bandos cedió y, mezclados todos los combatientes, se produjo una dura lucha cuerpo a cuerpo.
El desarrollo de la batalla, la más tremenda y encarnizada lucha habida hasta entonces, fue diverso y cambiante en ambos bandos, pues las fuerzas se mantuvieron en la lid replegándose y revolviéndose sucesivamente.
No obstante, la acertada intervención en persona del dictador romano resultó decisiva: evitó que sus tropas desertasen ordenando a su guardia personal que a todo aquel de los suyos que vieran huir del frente lo tratasen como a enemigo.
Además, advirtiendo que se deshacía el frente romano al estar la infantería ya agotada, lanzó allí a la caballería, haciéndola desmontar y luchar cuerpo a cuerpo. Éstos, formando una barrera con sus escudos, no sólo lograron contener al enemigo: la propia infantería recuperó su aliento al ver a estos jinetes compartir con ellos el peligro en la vanguardia.
E incluso hizo correr la voz de que los mismos Dioscuros fueron vistos al frente de la caballería luchando sobre sus blancos corceles. Y así, para no dejar de lado ninguna clase de ayuda, ni divina ni humana, prometió erigirles un templo en la misma Roma.
Con estas actuaciones, pese a su inferioridad numérica, los romanos consiguieron rechazar al enemigo y, tras desbaratar sus líneas, hacerlos retroceder.
LA POLÉMICA INTERVENCIÓN DE CÁSTOR Y PÓLUX
De esta “divina intervención” duda, en su obra “Estratagemas”, el mismo Frontino , un especialista en la materia. Considera que no fue más que un ardid del dictador Aulo Postumio para levantar el ánimo de los suyos y así enderezar el combate.
Y en la misma obra menciona también otro hecho similar acaecido pocos años más tarde, cuando el lacedemonio Arquidamo dirigía la guerra contra los árcades (en 467 a.C.). Refiere que éste situó las armas en el campamento y ordenó que, de noche y a escondidas, se hiciera pasar a los caballos en torno a ellas. Y, al mostrar por la mañana sus huellas como si Cástor y Pólux hubieran estado cabalgando alrededor, convenció a sus tropas de que esos mismos los asistirían cuando estuvieran combatiendo.
No obstante, frente a estas conjeturas, los historiadores antiguos sí dan verosimilitud a la intervención divina de los Dioscuros en la batalla que nos ocupa.
FIN DE LA CONTIENDA
Finalmente los latinos, viendo muertos a sus generales, decidieron huir en masa: Tito (el otro hijo de Tarquinio) fue herido en un hombro y hubo de retirarse de la contienda. Octavio Mamilio (el yerno de Tarquinio) cayó atravesado por una lanza. Sexto Tarquinio (hijo del depuesto rey), herido por muchos atacantes, murió luchando como una fiera.
Algunos historiadores refieren que incluso el depuesto rey Tarquinio participó activamente en la contienda. Cuentan que, mientras el dictador romano (Postumio) alentaba y organizaba a sus hombres en primera línea, lo acometió con su caballo, llegando a herirle en un costado. De ello difiere Dionisio de Halicarnaso, alegando que “algunos, sin examinar ni lo verosímil ni lo posible, introducen en escena al propio rey Tarquinio, un hombre que rondaba los 90 años, luchando a caballo y herido”. Y posiblemente tenga razón, y esa supuesta intervención personal del depuesto rey en la batalla no sea más que mera ficción literaria.
Del cómputo total de las pérdidas romanas no nos hablan las fuentes, sólo de sus generales: Tito Ebucio (el jefe de la Caballería) fue herido en el brazo derecho. Marco Valerio cayó herido de lanza; con él perecieron, al tratar de protegerlo con los escudos, sus sobrinos Publio y Marco (los hijos de su hermano Publícola). Y el lugarteniente Tito Herminio murió por la espada de alguien mientras despojaba un cadáver.
Seguidamente los romanos tomaron el campamento enemigo, que los latinos habían abandonado sin vigilancia, obteniendo un abundante y valioso botín.
RESULTADO DE LA BATALLA
Para los latinos supuso una grandísima derrota, cuyas desastrosas consecuencias las sufrirían durante muchísimo tiempo. Máxime cuando, de sus fuerzas originales (unos 43.000 hombres), 5.500 fueron hechos prisioneros y tan sólo 10.000 lograron sobrevivir.
En honor a su exitosa victoria, como era costumbre en la antigua Roma, el dictador Aulo Postumio Albo adoptó el cognomen de “Regilense”, pasando a llamarse Aulo Postumius Albus Regillensis.
LLEGADA DE LOS VOLSCOS TRAS LOS COMBATES
Finalizada la contienda, el dictador romano acampó aquella noche en la llanura. Al día siguiente, tras coronar a los más distinguidos por su valor y organizar la vigilancia de los prisioneros, procedió a ofrecer a los dioses los sacrificios por la victoria. Estando en ello, unos exploradores le informaron que se acercaba un ejército enemigo. Se trataba de la juventud escogida de los volscos, que habían salido en ayuda de los latinos antes de que concluyese la batalla. Al conocer ésto, Postumio ordenó a todos coger las armas y permanecer prevenidos en el campamento.
Los generales volscos levantaron el campamento fuera de la vista de los romanos. Y, al ver la llanura llena de cadáveres, los dos campamentos en pie y que nadie, ni amigo ni enemigo, salía de las fortificaciones, quedaron perplejos. Luego, al enterarse del desastre acaecido por los latinos que huían, consideraron qué se debía hacer.
Los más audaces, contando con sus numerosas fuerzas, frescas y valientes, eran partidarios de atacar por sorpresa el campamento romano. Pensaban que era lo mejor, pues los hallarían agotados por la fatiga, muchos de ellos heridos, y con las armas rotas o desgastadas. Los más prudentes no consideraban seguro atacar sin aliados a unos hombres que ya habían demostrado su valentía al destruir a un poderoso ejército latino. Además, tenían en su contra el hallarse en tierra extranjera, donde, de ocurrir alguna desgracia, no dispondrían de ningún refugio seguro. Otros, obviando las propuestas anteriores, pensaban que era temerario lanzarse a la lucha y vergonzosa una huida inesperada a la patria. Cualquiera de estas opciones sería del agrado del enemigo. Su idea era fortificar el campamento, prepararse para el combate, y engrosar sus filas con más tropas.
Sin embargo, optaron por enviar a algunos espías al campamento romano. Irían en calidad de “embajadores” y, tras procurar engañarlos con la amabilidad de sus palabras, obtendrían información de su número, armamento y disposición. Luego, cuando éstos revelasen con exactitud lo que averiguaran, decidirían.
FRACASO DEL PLAN VOLSCO
Llegados los “embajadores” volscos al campamento romano, se les permitió exponer su cometido ante la asamblea. Cuando terminaron de hablar, Postumio, percatado de sus verdaderas intenciones, los recriminó por ello. Y, viendo que los embajadores seguían negando todo, entonces les mostró la carta interceptada antes de la batalla donde prometían ayudar a los latinos. Tras leerla en presencia de sus porteadores, que explicaron las órdenes recibidas, los romanos quisieron apedrearlos como espías sorprendidos in fraganti. No obstante, el dictador decidió dejarlos libres: no sólo por deferencia a su aparente título de “embajadores”, sino más bien por no proporcionar a los volscos, con su asesinato, un pretexto apropiado para otra guerra.
Así, tras expulsarlos, Postumio ordenó a sus tropas prepararse para la batalla que se avecinaba. Sin embargo, no hubo necesidad de tal, pues, durante la noche, los volscos se retiraron y regresaron a sus casas.
CELEBRACIÓN DE LA VICTORIA
Como todo salió según sus deseos, el dictador, tras enterrar a sus muertos y purificar al ejército, regresó a la urbe.
Roma lo honró recibiéndole con una espléndida entrada triunfal. En su triunfo Aulio Postumio exhibió, además del botín capturado y numerosos carros repletos de armas enemigas, los 5.500 prisioneros capturados en la batalla.

LOS LATINOS SUPLICAN A ROMA
Pocos días después las ciudades latinas enviaron a Roma embajadores escogidos portando ramos de olivo y cintas de suplicantes. Presentados ante el Senado, responsabilizaron de la guerra a sus propios dirigentes, alegando que el pueblo llano había sido arrastrado a la guerra por demagogos que tan sólo buscaban su propio beneficio. Aducían que, así engañados, movidos mayormente por la necesidad, ya les había costado un alto precio con la muerte de sus mejores jóvenes, pues apenas quedaba una casa en cada ciudad que no estuviese de luto.
Con estas palabras, y participándoles que ya no les disputarían la soberanía ni pelearían por la igualdad, les instaron a recibirlos de buen grado. Y además, declararon que en el futuro serían aliados y súbditos suyos, y añadirían a la buena fortuna de los romanos todo el prestigio que la divinidad había arrebatado a los latinos.
Concluyeron su discurso invocando el parentesco y recordando la ayuda prestada sin vacilaciones en anteriores tiempos. Se lamentaban de las desgracias que caerían sobre quienes no habían cometido ninguna falta, que eran más que los culpables. Y, mientras lo decían, abrazaban las rodillas de todos los senadores e iban depositando sus ramos de olivo a los pies del dictador Postumio.
El Senado, ante sus súplicas, acabó compadeciéndose. Luego de encendidas y encontradas deliberaciones, decidieron dejarlos ir libres. Se les emplazó a otra embajada de amistad y alianza cuando liberasen a los prisioneros, entregasen a los desertores y expulsasen a los exiliados. Y, tras cumplimentar estos requisitos, a los pocos días retornaron llevando encadenados a los desertores que habían cogido.
En vista de ello, el Senado acordó retomar su antiguo tratado de amistad y alianza, que poco más tarde, en 493 a.C., sería renovado.
CONSECUENCIAS DE LA GLORIOSA VICTORIA
- Se añadió un día a las Fiestas Latinas.- La victoria en la Batalla del lago Régilo supuso el fin de las hostilidades y la llegada de la ansiada paz en Roma. Por ello, y por la reconciliación con los plebeyos, el Senado acordó añadir un día más a las llamadas Fiestas Latinas, que hasta entonces duraban dos días.
- Se construyó el Templo de Cástor y Pólux.- Se erigió, tal como había prometido el dictador Aulo Postumio, en conmemoración del auxilio prestado por los divinos gemelos en esta batalla. El templo fue dedicado en 484 a.C., y se emplazó en pleno Foro Romano, junto a la fuente de Juturna, donde los Dioscuros se habían aparecido anunciando prematuramente esta victoria a los romanos.
De este templo aún permanecen en pie tres de sus columnas, conocidas como “Las tres hermanas”. Y se instituyó entonces la Transvectio Equitum: un desfile ritual de los equites equo publico (caballeros) que, ensalzando lo sucedido en esta batalla, se celebraba cada 15 de julio y concluía ante el mismo templo.
- Se levantó un templo a las divinidades agrarias.- La tierra produjo ricas cosechas durante la contienda, no sólo de grano, sino también de frutas, y las provisiones abundaron más que antes. En consecuencia, según lo prometido al inicio de la contienda, Aulo Postumio contrató mano de obra para su construcción. Fue el famoso del Templo de Ceres, Liber y Libera, situado junto a las carceres del Circo Máximo, dedicado en 494 a.C. por el cónsul Espurio Casio Vecellino.
De ese templo hoy apenas quedan vestigios. Tan sólo perduran parte de sus cimientos bajo la actual iglesia de Santa María in Cosmedín, en cuyo atrio se halla la famosa Boca de la Verdad.
- Se constituyó una nueva alianza latina: el foedus cassianum.
NUEVA ALIANZA LATINA
En 493 a.C., ante el peligro que representaban los volscos y los ecuos, Roma impuso un nuevo tratado de paz y amistad con todas las ciudades latinas. Es el conocido como foedus cassianum, llamado así por su impulsor, el cónsul Espurio Casio. En él se comprometían, juramentándolo sobre las víctimas de los sacrificios, a mantener lo allí dispuesto:
- Haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras el cielo y la tierra estén donde están. Que no peleen entre sí, ni traigan enemigos de otra parte ni proporcionen caminos seguros a los que traigan la guerra.
- Que se presten ayuda con todas sus fuerzas cuando uno sufra una agresión, y que cada uno reciba una parte igual de los despojos y del botín de las guerras comunes
- Que las disputas relativas a contratos privados se resuelvan en un plazo de 10 días y en la nación en la que el contrato se haya efectuado
- Que no se permita añadir ni suprimir de estos acuerdos nada que no cuente con el beneplácito de los romanos y de todos los latinos.
FIN DE LA ALIANZA E INICIO DE LA EXPANSIÓN DE ROMA
El foedus cassianum se mantuvo efectivo hasta el año 390 a.C., cuando los galos senones, comandados por Breno, saquearon Roma sin oposición de sus aliados.
En vista de ello los romanos decidieron cambiar su política exterior. Y, tras recuperarse del desastre, firmaron tratados con los samnitas (en 354 a.C.) y con Cartago (en 348 a.C.) garantizándose así su neutralidad en caso de guerra.
Con esta garantía, comenzó el sometimiento de las ciudades que la habían abandonado durante la invasión gala, imponiendo aún más su supremacía. Así, en el 340 a.C. ya había logrado que toda la Campania quedase subyugada a Roma. Pocos años más tarde, en 295 a.C., con la victoria en la Batalla de Sentinum logró también el sometimiento de etruscos, samnitas y galos.
A partir de entonces la República Romana ejerció sistemáticamente una política de dominio y expansión, llegando a formar todo un Imperio.
EL FINAL DEL ÚLTIMO REY DE ROMA
Refieren los historiadores que el rey Tarquinio, con sus casi 90 años de edad, arrastró desde entonces una vejez miserable, digna de compasión incluso para sus enemigos. Había perdido a sus hijos y a toda su familia política. Y, tras el desastre sufrido en la Batalla del lago Regilo, ninguno de los pueblos vecinos (latinos, tirrenos y sabinos) quiso acogerlo en sus ciudades.
Hubo de emigrar a Cumas (Cumae), ciudad costera próxima a Nápoles. Allí fue acogido por el tirano que entonces la gobernaba, Aristodemo “el Afeminado”, y fue donde residió sus últimos días. Falleció poco después (en 495 a.C.), y allí mismo fue enterrado por el mismo Aristodemo.
De los exiliados que lo acompañaron, unos permanecieron en Cumas y otros se dispersaron por otras ciudades; pero todos terminaron sus días en tierras extranjeras.
Tras su destierro, este fue el fatídico final de Lucio Tarquinio el “Joven”. Fue el séptimo y último rey de Roma (gobernó la urbe del 534 al 509 a.C.). Sin embargo, pasó a los anales de la Historia como Tarquinio “el Soberbio”, sobrenombre que, según afirma Cicerón, se ganó por su insolencia, “al no poder dominar ni sus propios instintos, ni las pasiones de los suyos”.
BIBLIOGRAFÍA: Para documentar esta página se han consultado, entre otras, las siguientes fuentes:
- “Diccionario de la Lengua Española”.
- “Historia de las Civilizaciones – 3 (VIII, El orbe hecho urbe)”, obra dirigida por el escritor inglés Michael Grant (1914-2004).
- “Historia antigua de Roma” (Libro V, 73 y Libro VI, 2 a 13 y 21), del historiador griego Dionisio de Halicarnaso (c. 60-7 a.C.).
- “Crónica de la Humanidad” (1987), obra editada por Plaza & Janés y dirigida por Luis Ogg.
- “ROMA, la ciudad del Tíber” (2015), de Pilar González Serrano, doctora en Historia por la Universidad Complutense de Madrid.
- “Estratagemas” (Libro I, 11-8 y 9), del eminente ilustrado romano Frontino (Sextus Iulius Frontinus, siglo I d.C.).
- “Historia de Roma desde su fundación” (Libro II, 18-20), del historiador latino Tito Livio (Titus Livius, 59 a.C.-17 d.C.).
- “Sobre la República” (Libro II, 25-46), del historiador, político y orador romano Cicerón (Marcus Tullius Cicero, 106-43 a.C.).
- “De redito suo” (Acerca de su regreso, Libro I. 65), del poeta romano Namaciano (Claudio Rutilo N., siglo V).
- “TRECANI”, Enciclopedia italiana.
- “Historia de las ideas políticas”; (1961), del historiador francés Jean Touchard (1918-1971).
- “Historia de las ideas políticas: Grecia y Roma” (2015), de José Justo Megías Quirós y Leticia Cabrera Caro, profesores de la Universidad de Cádiz.
- “TESAURO”, Diccionario de Historia Antigua y Mitología.
- “Las ruinas y excavaciones de la antigua roma, LXIII” (1897), del arqueólogo romano Rodolfo Lanciani (1845-1929).
