LA CUADRIGA DE LOS VEYENTES
Uno de los objetos más sagrados para los antiguos romanos fue la “Cuadriga de los veyentes” (Quadriga fictilis veientanorum): uno de los siete Pignora Imperii que describiera el gramático latino Servio (Maurus Servius Honoratus).
Era una cuadriga (carro tirado por cuatro caballos) cerámica, hecha de terracota (del italiano terra cotta = barro o tierra cocida). Decoró el primitivo Templo de Júpiter Óptimo Máximo, y posiblemente fuese una representación polícroma del carro de Júpiter. Había sido encargada por el último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio (reinó del 534 al 509 a.C.), a Vulca. Éste era entonces el escultor más famoso de la ciudad etrusca de Veyes (Veii, a unos 16 km. al Noroeste de Roma).
Cuenta el historiador griego Plutarco (aprox. 50-120 d.C.) que tras meter la cuadriga ya modelada en el horno sucedió un hecho prodigioso. Además de adquirir gran solidez y dureza, se hinchó tan desmesuradamente que hubo que romper el horno para poder sacarla.
Los adivinos lo interpretaron como una señal divina, presagio de fortuna y poder para quienes la poseyeran. Por ello los veyentes, alegando que no pertenecía a los romanos sino a quien se la había encargado (el rey Tarquinio, entonces ya derrocado) decidieron quedarse con la cuadriga.
Pocos días después se celebraron allí unas competiciones de caballos. Inicialmente transcurrieron con normalidad, pero cuando los aurigas iban sacando del hipódromo la cuadriga vencedora, sucedió otro hecho portentoso. Los caballos se asustaron sin motivo aparente, sino por alguna causa divina o fortuita, y se lanzaron a toda velocidad hacia Roma. El auriga, incapaz de controlarlos, se dejó llevar hasta las cercanías del Capitolio. Allí lo tiraron, junto a una puerta de las murallas que, desde entonces, y tomando el nombre de este auriga, se denominó “Ratumena”.
Maravillados los veyentes ante este nuevo suceso, y llenos de sacro temor (para no ofender más a la divinidad), permitieron que se entregara la cuadriga a los romanos. Tras ello, la cuadriga de Vulca se emplazó, a modo de acrotera, sobre la cubierta a dos aguas del Templo de Júpiter Capitolino (consagrado en 509 a.C.), según lo previsto por el rey Tarquinio. Así lo refiere el mencionado historiador en su obra “Vidas Paralelas” (Publícola, Libro II_13).
Años más tarde, en 296 a.C., se colocó en el pináculo un “Júpiter en cuadriga”, al parecer realizado en bronce, a iniciativa de los hermanos Ogulnios (los ediles curules Cneo y Quintus Ogulnius). Así lo constata el historiador latino Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.) en su obra “Historia de Roma desde su fundación” (Libro X). De ello se infiere que la cuadriga de terracota original debió de ser dañada por algún rayo, o posiblemente destruida por los galos cuando éstos asolaron Roma en 390 a.C.
Lamentablemente no queda vestigio alguno de ninguna de ellas, ni de su paradero. Pero aún podemos admirar la belleza de su singular silueta decorando algunos monumentos. Una muestra de ello son, por ejemplo, las dos de ellas coronan el Altar de la Patria (en el Campidoglio, ante Piazza Venezia). Una representa la Unidad y otra (cuya fotografía se acompaña), la Libertad.
Todo un legado histórico y artístico que, una vez más, nos brinda la Infinita Roma.