MISCELÁNEA

DAMNATIO MEMORIAE (LA DESTRUCCIÓN DEL RECUERDO)

Ante todo conviene dejar claro que la locución Damnatio memoriae es una acuñación moderna, fruto del latín universitario alemán. Apareció por primera vez en 1689, en De damnatione memoriae ( o “La destrucción del recuerdo”), la tesis doctoral sobre disertaciones jurídicas de Johann Heinrich Gerlach. La expresión damnatio memoriae no aparece recogida, como tal, en ningún corpus legislativo romano.

¿QUÉ ES DAMNATIO MEMORAE?

Es una moderna expresión convencional usada para definir una disposición jurídica romana de tipo extraordinario, similar a nuestros Reales Decretos.

Así, Damnatio Memoriae, vinculada siempre a la Roma Imperial, sería la decisión tomada por el poder (político o religioso) y por la que se condenaba al olvido oficial y a la execración a algún personaje, a su nombre, sus efigies, etc., debiendo ser desfigurados o destruidos todos aquellos objetos que los reprodujesen, y su nombre borrado.

La historiografía moderna intuye que la damnatio era practicada desde antes del cambio de Era. Dichas fuentes hacen alusión a la demolición de estatuas, a la expropiación de bienes o al borrado de nombres de lugares públicos, pero sin citar claramente que se tratara de una sentencia de ningún tipo, lo que complica su rastreo en las fuentes escritas.

Las rastros arqueológicos son escasos y con frecuencia están descontextualizados, por lo cual lo más común es suponer la existencia de una damnatio por evidencias tras los análisis de restos epigráficos (letras piqueteadas), de restos numismáticos (monedas reacuñadas o contramarcadas) y restos estatuarios (rostros desfigurados).

OTROS EJEMPLOS DE DAMNATIO MEMORIAE EN LA HISTORIA

No fueron los romanos los primeros ni lo últimos en atentar contra la memoria. Se sabe que los asirios, los hititas, los babilonios, los persas y después los egipcios habían aplicado penas similares.

EGIPTO

En la antigüedad egipcia tuvieron un significado muy especial, ya que para los nilóticos (etnias del valle superior del Nilo) “lo que no tenía nombre, no podía existir”. Por tanto, borrar del recuerdo el nombre de un personaje suponía no sólo negarle su existencia, sino lo que era más importante para ellos, impedirle disfrutar de una vida en el más allá.

Entre las más famosas y estudiadas damnatio egipcias, constan el intento del faraón Tuthmosis III de condenar al olvido a su predecesora y tía-madrastra, la reina Hastshepsut (1490-1468 a.C.) y a su fiel colaborador Senenmut. Ordenó que se borrasen sus nombres de los registros oficiales, intentando así frenar las aspiraciones de la familia de la reina al trono, al tiempo que legitimaba su propia llegada al poder.

 

Estatua de Tuthmosis III del museo Luxor

 

Otro famoso caso fue el de Akenatón (o Amenofis, el “faraón hereje” -1352-1335 a.C.). Este faraón intentó sustituir la religión politeísta por el culto a un sólo dios, Atón. A su muerte y a la de su mujer (Nefertiti),  sus sucesores restauraron la antigua religión.

 

Escultura de Akenatón en el Museo de El Cairo.
Imagen: Wikipedia.

 

Akenatón se convirtió en un apestado. Destruyeron todas sus inscripciones y representaciones. También borraron su nombre de todos los, prohibiéndose siquiera mencionarlo. No obstante, la ciudad que Akenatón construyó como capital del nuevo reino, Akhetaten, apenas fue sepultada por el desierto y, localizada en el siglo XIX gracias a la arqueología, ha sido recuperada su memoria.

Si quieres conocer más sobre Akenatón y la historia de la «ciudad prohibida», te dejo este enlace de YouTube del Canal Mega Arqueología (Canal Historia) con un documental muy bueno.

GRECIA

También en Grecia hay constancia de varias damnatio. El 21 de julio del año 356 a.C., un tal Eróstrato provocó un incendio en el Templo de Diana, en Efeso. Sabía que si destruía una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, sería famoso. El que su nombre pasara a la historia fue su única motivación.

Las autoridades, al tanto de las intenciones del pirómano, tras ejecutarlo, se afanaron en borrar cualquier mención de su nombre. Incluso se prohibió pronunciarlo, tanto en público como en privado, bajo pena de muerte. No lo consiguieron, pues, irónicamente, su nombre ha perdurado hasta nosotros como sinónimo de quien comete un crimen con el sólo objetivo de alcanzar la fama.

Otro ejemplo es el de Mitrídates VI, del Ponto (132-63 a.C.), rey oriental helenizado y uno de los mayores enemigos de Roma. Atacó las ciudades griegas de Jonia y el Egeo, y lo condenarón por ello los gobernantes delios en nombre de todos los Estados insulares helénicos. También a Antíoco VIII, de Siria (140-96 a.C.) lo procesaron sus sucesores como un libertino y un disoluto.

DAMNATIO MEMORIAE EN ROMA

Consecuentemente, al tener sus más remotos precedentes en Egipto y Oriente, puede inferirse que Roma heredó esta práctica a través de la Grecia helenística, cuando incorporó sus dominios al Imperio. Consta que en los reinos post-alejandrinos la propaganda política había alcanzado un amplio desarrollo y, como parte de ella, la damnatio era una práctica recurrente.

Para comprender el verdadero sentido de la damnatio hay que entender que la vida del hombre romano, más aún la del aristócrata, giraba en torno al cumplimiento de las llamadas «virtudes romanas». Dos destacaban sobre el resto:

 

  • la virtus, que respondería a un comportamiento correcto y valeroso, acorde al mos maiorum (costumbres ancestrales).
  • la dignitas, que respondería al sentido de autoestima y de mantenimiento del honor público y de una sana reputación social.

 

Por otro lado, en el universo mental romano la idea de pasar a la posteridad era casi una obsesión. Los pater familias de los grandes linajes de la élite romana dedicaban su vida y su fortuna a emprender acciones y obras por las que pudieran ser recordados más allá de la muerte, frecuentemente a través del evergetismo (donaciones), de la carrera política (cursus honorum), o de la carrera militar (militia).

En la antigua Roma, tras la muerte de un personaje relevante, había ocasiones en las que el Senado decidía emitir un senatusconsultum (una especie de decreto) que recogía un juicio póstumo sobre el fallecido. La sentencia más positiva que podía dictar era la llamada apotheosis, o divinización oficial del difunto. La conocemos bien por los casos de César, Augusto, Claudio o Adriano, entre otros. En este caso el personaje pasaba a ser reconocido como un dios. Se celebraban lujosos funerales en su honor, se le erigían templos y dedicaban festividades. Les ofrecían pingües sacrificios e incluso se les reconocía como un astro del firmamento (catasterismo).

Por ello, no se puede imaginar una condena más humillante para un noble romano que la de recibir el castigo póstumo de la damnatio memoriae: una sentencia con rango de ley dirigida contra todo aquel que, tras su fallecimiento (de ahí que también se la conozca como damnatio funebris, o «condena fúnebre»), pasaba a ser considerado por los (nuevos) detentadores del poder como, retroactivamente, enemigo del Estado. Esto suponía su deshonra pública (pérdida de la dignitas), el reconocimiento de su impiedad (pérdida de la virtus), y la negativa a ser reconocido y recordado por las generaciones futuras (pérdida de la aeternitas).

Llegado el caso, se suprimían de los anales (registros oficiales) sus acciones políticas. Incluso hasta su propio nombre, con la abolitio nominis, que prohibía que el nombre del condenado pasara a sus hijos y herederos. O la rescissio actorum, que suponía la completa destrucción de su obra política o artística. Ésto solía ir acompañado de la confiscación de los bienes del “damnificado” difunto, el destierro de su familia y la persecución y exterminio físico o moral de sus afines y partidarios más fieles. Acabando con estos vestigios, las autoridades -Senado, cónsules o emperadores-, como fin último, lo que realmente pretendían era legitimar y afianzar su propio poder.

MOTIVACIONES DE LAS DAMNATIO MEMORIAE

Durante el imperio era frecuente que los seguidores del nuevo César asesinaran a aquél cuyo recuerdo querían anular. Otras veces fueron razones secundarias: motivos religiosos, rivalidades familiares o hasta desaires sentimentales.  Sea como fuere, lo cierto es que se recurríó a la damnatio con cierta frecuencia. La mayor parte tratan de condenas de emperadores (no menos de 30), cuya mala reputación, en muchos casos, se ha encargado de perpetuar la historiografía moderna.

No obstante, se considera que el uso de la damnatio, en su sentido estricto, no se generalizó hasta la muerte de Julio César (44 a.C.) y la acaparación del poder por Octavio (César Augusto), con la condena de Marco Antonio, cuyas estatuas, según Plutarco, fueron derribadas a su muerte por orden de Augusto:

 

... Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio”.

 

Condena ésta que, posiblemente, sirviera de referencia a quienes les sucedieron; entre ellos, a los emperadores Calígula, Nerón, Domiciano, Cómodo, Geta, Heliogábalo, Magencio, Maximiniano y Constantino.

También conocemos la existencia de «damnationes minores», dictadas por senados locales. Eran de alcance mucho más limitado y sus razones rara vez tenían que ver con motivaciones políticas.

LA IGLESIA CATÓLICA

Igualmente la Iglesia Católica recurrió a este procedimiento. A finales del siglo IX, el Papa Esteban VI acusó a su predecesor de haber cometido una irregularidad que le invalidaba como Pontífice. Ordenó que el cadáver del Papa Formoso fuera exhumado para someterlo a juicio por sus pecados. …Y lo condenaron.

Hoy lo conocemos como el Sínodo del Terror o Concílio Cadaverico. Además de borrar su legado y derogar todas sus disposiciones como jefe de la Iglesia, el nuevo Papa orquestó una espeluznante escena. Juzgó, llevado ex profeso a la sala, a un cadáver en avanzado estado de descomposición. Hizo que se le amputaran los dedos con los que bendecía y que su cadáver fuera arrojado al Tíber.

 

«El papa Formoso y Esteban VI» de Jean Paul Laurens (1870)

 

Tras conocerse los hechos, el pueblo de Roma prendió al nuevo Papa y, públicamente, lo estranguló.

EN TIEMPOS MODERNOS

Otros muchos personajes históricos han aspirado a borrar de un plumazo todo rastro de sus rivales. Todavía en el siglo XX varios dictadores han impuesto borrados colectivos.

Así, por ejemplo, el régimen de Stalin prohibió toda mención de los nombres de sus enemigos y eliminó a éstos de la prensa, libros, registros históricos, fotografías y documentos de archivo. La lista de «personajes incorrectos» afectó a León Trotsky, Nikolái Bujarin y Grigori Zinóviev entre otros.

Pero, pese a lo que pudiera creerse, la práctica política de la «destrucción del recuerdo» y los proyectos para crear una «historia oficial» que recoja lo que interesa y elimine lo que molesta a los poderosos, no conocen límites espaciales, temporales, culturales ni ideológicos. No es un fenómeno excepcional del mundo antiguo, ni del mundo europeo. no es un hecho sólo del pasado, ni exclusivo de regímenes dictatoriales. Por el contrario, sabemos de damnationes llevadas a cabo por dictaduras comunistas y también alumbradas por democracias liberales.

El paso del tiempo y la «democratización» del mundo no han supuesto la desaparición de una medida tan despótica como la damnatio memoriae. Más bien, como consecuencia de la evolución tecnológico-cultural, y según las sociedades y las relaciones humanas han ido haciéndose más complejas, su práctica se ha ido sofisticando, constituyendo hoy uno de los recursos esenciales en la legitimación del poder.

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