EL PUENTE MILVIO
El Puente Milvio (Ponte Milvius) fue el segundo puente con que contó la Ciudad Eterna (tras el desaparecido Puente Sublicio, anterior al 616 a.C.). En él convergían las antiguas vías Flaminia, Clodia y Cassia, y durante más de 2.000 años fue el único acceso desde el Norte peninsular. De ahí su relevancia histórica, pues su estratégica ubicación permitió controlar este acceso a Roma.
Se desconoce cuándo y por quién fue construido, si bien la tradición lo atribuye a un tal Molvius (perteneciente a la gens Molvia), pero sin evidencia histórica alguna.
La primera mención aparece en el transcurso de la Segunda Guerra Púnica, que enfrentó a Roma contra el general cartaginés Asdrúbal. Procede del historiador latino Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.), quien lo refiere con ocasión de la Batalla de Metauro, en 207 a.C. (“Historia de Roma”, Libro XXVII). En ella resultó muerto Asdrúbal, y su cabeza fue arrojada al interior del campamento de su hermano Aníbal. La victoria romana en esta memorable batalla decidió el destino de Roma, forzando a Aníbal a abandonar la península itálica.
Al parecer, el Puente Milvio fue posteriormente reconstruido por uno de sus protagonistas, el cónsul Cayo Claudio Nerón, probablemente en 204 a.C., siendo entonces censor.
Hasta el 109 a.C. era un puente de madera. Entonces fue completamente derruido por el censor Marco Emilio Escauro (Marcus Aemilius Scaurus, aprox. 160-89 a.C.), haciendo construir en su lugar otro de mampostería (en peperino y travertino).
Probablemente su actual nombre, «Ponte Milvius«, derive de una corrupción del nombre de este promotor “M. Aemilius«, pues estas obras solían tomar el nombre de su constructor. Una opción muy plausible, de ser así, toda vez que esa corrupción permitía diferenciarlo del urbano y preexistente Ponte Aemilius (luego renombrado Ponte Rotto). Recordemos que este último, ubicado entre el Puente Palatino y la Isla Tiberina, había sido construido en torno al año 241 a.C. por el cónsul Marcus Aemilius Lepidus (Marco Emilio Lépido).
No obstante, no existe certeza alguna sobre el origen de su nombre. Máxime cuando las fuentes históricas posteriores suscitan aún más confusión al aparecer denominado con diferentes grafías: Molbio, Mulvio, Molvios, Mulbio…
Aquí detuvo Cicerón, en 63 a.C., a los bárbaros alóbogres (una belicosa tribu celta de la Galia) implicados en la conspiración de Catilina. Pretendían cruzar el Puente Milvio de noche, portando mensajes para el ejército que Catilina (Lucius Sergio Catiline, aprox. 108-62 a.C.) estaba reclutando en Etruria. Tras interceptar sus mensajes, Cicerón los leyó ante el Senado el 5 de diciembre, decretándose la pena de muerte para los conjurados. Una pena que, sin juicio alguno, Cicerón aplicó inmediatamente, ejecutando a los interceptados en el Tullianum. Así concluyó la famosa “Conjura de Catilina”, con la que éste, un patricio venido a menos, pretendía asesinar a los senadores electos para hacerse con el poder de Roma.
En 27 a.C., se erigió sobre el puente un arco con una imagen del emperador Augusto (63 a.C.-14 d.C.). Y lo fue para conmemorar la restauración que éste efectuó de la vía Flaminia, que discurría por él. Además, pese a que Augusto lo menciona en su res gestae (constan en el Ara Pacis), lo hizo para constatar que jamás restauró el Puente Milvio.
También aludió a él el historiador Tácito, refiriendo “que era muy frecuentado con ocasión de los placeres nocturnos. Allí solía ir incluso el mismo emperador Nerón (sobre el año 58 d.C.) para entregarse con más libertad a sus excesos fuera de la ciudad”. Así lo recoge Tácito (Publio Cornelio Tácito, aprox. 55-120 d.C.), en su obra “Anales” (Libro XIII).
LA BATALLA DEL PUENTE MILVIO
Años más tarde sería el escenario de la famosa “Batalla del Puente Milvio” (28 de octubre de 312). Aquí se enfrentaron los ejércitos romanos de Majencio y Constantino, en pugna por el dominio del Imperio. Una trascendental batalla que marcaría todo un hito en la Historia Universal.
Tras la abdicación de los emperadores Diocleciano y Maximiano, en 305, quedaron al frente del Imperio, como Augustos, Constancio Cloro (Occidente) y Galerio (Oriente). A la muerte de Constancio Cloro, en Britania, sus tropas aclamaron a su hijo Constantino como Augusto (25 de julio del 306). En Roma, mientras tanto, sucedían otros acontecimientos. Allí Majencio, al no conseguir que su suegro Galerio le otorgase el título de César, se sublevó. Y, con el apoyo de las tropas pretorianas, derrocó a su padre (Maximiano) proclamándose emperador del Imperio Romano de Occidente en octubre del 306. El enfrentamiento entre ambos era inevitable.
Cuenta la historia que, antes de la batalla, Constantino tuvo una visión: el coeleste Signum Dei. El firmamento se iluminó y se le apareció una especie de cruz brillante (☧). Junto a ella apareció también, en griego, la leyenda “Ἐν τούτῼ νίκα” (“CON ESTE SIGNO VENCERÁS”; en latín “IN HOC SIGNO VINCES”). Enseguida comprendió Constantino el significado de tan portentosa visión. Máxime al identificar esa cruz brillante con el Chrismón (☧), el anagrama formado por la superposición de Χ (ji) y Ρ (rho), las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego (Χριστός).
Constantino, pese a ser pagano, incorporó el Chirsmón a su estandarte, el lábaro (labarum), e hizo que sus soldados lo pintasen en sus escudos. Y con esta premonición y guía Constantino, pese a la inferioridad numérica de su ejército, acometió la batalla. El enfrentamiento tuvo lugar a unos 3 km. de las puertas de Roma, justo en el Puente Milvio. Y Constantino resultó vencedor. Allí sus tropas acorralaron a su rival Majencio, quien, en un intento desesperado por escapar, cayó al río Tíber, donde pereció ahogado. Constantino logró recuperar su cuerpo de las aguas y lo hizo decapitar. Y exhibiendo la cabeza de Majencio ensartada en una lanza, se paseó con ella triunfalmente por las calles de Roma. Confirmó así que él era el único soberano de Occidente.
Así, a sus 32 años, se convirtió en el primer emperador “cristiano” de Roma: Constantino I «el Grande» (Cayo Flavio Valerio Claudio Constantino, aprox. 280-337). Y, en conmemoración de esta batalla hizo erigir (en 315) en plena Via Triumphalis, junto a la Meta Sudans, el maravilloso Arco de Constantino que aún hoy podemos contemplar.
Fruto de esta renombrada batalla, Constantino reconoció al dios de los cristianos como al propiciador del triunfo que le abrió las puertas de Roma. Desde entonces, el Chirsmón se adoptó como insignia imperial y divisa de los ejércitos romanos: era emblema de Victoria, tanto militar como espiritual (Triunfo de la Fe y Triunfo sobre la muerte). Así lo relatan y documentan Eusebio de Cesarea (aprox. 265-339), en su “Vita Constantini” (Libro I, tit. VIII), y Lactancio (aprox. 245-325), en “De mortibus” (Libro XLIV), historiadores y Padres de la Iglesia.
A partir de entonces, con Constantino en el poder, cesaron las persecuciones cristianas, y su culto se toleró en todo el Imperio. Con el Edicto de Milán, promovido en 313 por Constantino como cabeza suprema de la religión romana (el emperador era su Pontifex Maximus), el cristianismo fue oficialmente reconocido. En él, además de otorgarse libertad de culto a todos los súbditos, se restituyeron a los cristianos los bienes de que habían sido desposeídos. Bajo el amparo de Constantino, evidente en la edificación de las primeras basílicas cristianas, el cristianismo se asentó y expandió por el Imperio. Pese a ello, se le achaca que esperó a ser bautizado en su lecho de muerte. Algo que en aquellos tiempos, supuestamente, era una práctica habitual: así daba menos tiempo a pecar.
Con todo, tras el Edicto de Tesalónica (promulgado por el emperador Teodosio I en 380), el cristianismo acabó siendo la religión oficial y única del Imperio Romano.
La Batalla del Puente Milvio y la trascendental victoria de Constantino posibilitaron que una religión oriental, extraña y ajena al mundo romano, se erigiera en la religión oficial del Imperio. Y, pese a la caída del Imperio Romano de Occidente (en 476), el cristianismo pervivió, y hoy es una Iglesia Universal.
EL “SALÓN DE CONSTANTINO” EN EL VATICANO
Como inciso aclaratorio, la “Sala de Constantino” de los Museos Vaticanos está dedicada a la victoria del cristianismo sobre el paganismo. La decoran magníficos frescos que León X (Giovanni di Lorenzo de Medici, Papa de 1513 a 1521), encargó, en 1517, al “divino” Rafael (Raffaèllo Sanzio, 1483-1520). Dos de estos frescos rememoran los hechos descritos anteriormente:
- “Visión de la Cruz”.- En ella se describe la celestial visión de Constantino previa a la Batalla del Puente Milvio. Según esa visión, sus tropas lograrían vencer si sustituían las águilas imperiales de sus insignias por el símbolo de Cristo.
En la parte superior puede apreciarse cómo tres ángeles portan el emblema cristiano (aquí en forma de Cruz), al que acompaña el lema griego “Ἐν τούτῼ νίκα”. El centro de la escena muestra a Constantino arengando a sus soldados para que, respaldados por la divinidad, consigan la Victoria. Precisamente la piedra desde la que éste arenga a sus tropas muestra esta inscripción aclaratoria:
“ADLOCUTIO QUA DIVINITATIS IMPULSI CONSTANTINIANI VICTORIAM REPERERE”.
Destaca la magnífica composición, así como la ambientación del fondo de la escena, recreada con antiguos monumentos de la Ciudad Eterna. Así, entre otros, se distinguen la piramidal Meta Romuli (considerada el sepulcro de Rómulo), el Mausoleo de Augusto, el de Adriano (hoy Castell Sant’Angelo), un puente sobre el Tíber…
- “Batalla del Puente Milvio”.- Representa la escena final de la batalla, justo cuando, ante Constantino, Majencio cae al río momentos antes de ahogarse en él.
Resalta la aparición de tres ángeles, centrados en el cielo, cuya presencia confirma el resultado divino de la batalla. La escena ilustra esta zona Norte de Roma con precisión topográfica, con el Monte Mario a la izquierda y el área de Saxa Rubra (Piedras Rojas) al fondo.
Ambos frescos, debido a la repentina muerte de Rafael, son obra material de su alumno Giulio Romano (Giulio Pippi), quien los completó entre 1520 y 1524.
DE LA EDAD MEDIA A NUESTROS DÍAS
Durante los siglos siguientes se sucedieron incontables luchas, tanto internas como externas, que provocaron innumerables desperfectos. Se sucedieron, pues, las consiguientes reconstrucciones y restauraciones, e incluso fortificaciones. A esos daños se sumaban los provocados por las continuas crecidas y desbordamientos del Tíber. No olvidemos que, al ser el primero en ser engullido por las aguas, era el que más las padecía.
Es más, una leyenda urbana del siglo XIV refiere que un fraile, de nombre Acuzio, recorría las calles de Roma pidiendo donativos para restaurar el puente que estaba en el suelo, “a remojo” (mollo). De ahí que el Puente Milvio fuese popularmente llamado “Ponte Mollo”.
Un grabado elaborado por Piranesi recoge el aspecto que presentaba cuando publicó su recopilación de Antiguedades Romanas (“Antichità Romane”, 1756).
En la margen derecha había una torre de madera, nombrada “Tripizona” por su forma triangular. El Papa Calixto III (Alfonso de Borgia, Papa de 1455 a 1458) la hizo reemplazar por una torre cuadrada, en parte aún existente. En ella aún se conserva una losa de mármol con los escudos de Calisto III (Alfonso de Borgia, Papa de 1455 a 1458), en el centro, flanqueado por los de sus sobrinos, los cardenales Rodrigo y Luis de Borgia.
Otra tremenda inundación lo dañó seriamente en 1805. Sería posteriormente restaurado por Pío VII (Barnaba Niccolò Maria Luigi Chiaramonti, Papa de 1800 a 1823). Éste, al regresar de Francia tras la coronación de Napoleón, encomendó una restauración integral del puente al arquitecto romano Giuseppe Valadier (1762-1839). Valadier eliminó los dos puentes levadizos de madera preexistentes, reemplazándolos con arcos de mampostería. Asimismo, en 1806 construyó una elegante torre neoclásica en la entrada Norte, realizando también una posterior ordenación urbanística de las zonas aledañas.
Para constancia de estas reparaciones, Pío VII colocó sendas inscripciones en la torre, visibles a ambos lados del arco de paso.
Las tropas del general Giuseppe Garibaldi (1807-1882), llegaron incluso a dinamitar el puente el 13 de mayo de 1849 para retrasar la entrada de los ejércitos franceses en Roma. En memoria tal evento se colocó una inscripción conmemorativa el 17 de mayo de 1931. Ésta, patrocinada por la Federación Nacional de Voluntarios Garibaldinos, puede verse bajo el arco del torreón, fijada en la pared izquierda.
ESTADO ACTUAL DEL PUENTE MILVIO
Tras la voladura de Garibaldi en 1849, el puente fue restaurado por Pío IX (Giovanni Maria Mastai Ferretti, Papa de 1846 a 1878). De ello se encargó el arquitecto romano Francesco Azzurrini (1827-1901). Así ha llegado hasta nuestros días, incluyendo la ligera elevación de las orillas del río para reducir el riesgo de inundaciones.
El puente mide 136 m. de largo y 7’5 m. de ancho. Todo él está realizado en mampostería (se aprecian sus múltiples restauraciones) y revestido de mármol travertino. Consta de seis arcos (menores los dos que sustentan el torreón), asentados sobre cinco sólidos pilares. Éstos están perfilados con “tajamares” para diluir la fuerza de la corriente. En los dos pilares centrales se abren sendos “ventanales” que, además de reducir la presión sobre los cimientos, sirven para alertar del riesgo de inundaciones; y, cuando ocurren, facilitan el drenaje de las aguas.
LAS ESCULTURAS DEL ACCESO NORTE
Tras esta última reforma se acondicionó el acceso Norte para ubicar dos esculturas que recibiesen a cuantos llegasen a la Ciudad Eterna.
Inicialmente se consideró colocar allí las de los dos protectores de Roma: San Pedro y San Pablo. Estas obras, realizadas por el escultor italiano Francesco Mochi (1580-1654), habían sido previstas para ornamentar la Basílica de San Pablo Extramuros.
Sin embargo, nunca llegaron a colocarse, siendo finalmente adquiridas por Alejandro VII (Fabio Chigi, Papa de 1655 a 1667). Éste decidió reubicarlas en la principal puerta de la ciudad, para garantizar que estos santos patronos recibiesen, en mejor emplazamiento, a los peregrinos. Y desde 1658 decoran la fachada exterior de la Porta do Popolo (Piazzale Flaminio).
Al mismo escultor se le encargó otra obra para ornamentar este acceso, y esos pedestales del Puente Milvio permanecieron vacíos hasta 1825. Entonces se colocaron, en su lugar, las estatuas en mármol de Cristo y San Juan Bautista en el momento del bautismo. Un maravilloso grupo escultórico inicialmente previsto para ornamentar el Altar Mayor de la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini y que nunca llegó a colocarse.
No obstante, las que hoy vemos son “burdas” copias, realizadas en moldes de hormigón. No es de extrañar, dada la lejanía y soledad del lugar, propicia al vandalismo. Pese a ello, al estar separadas entre sí, no armonizan ni con el entorno ni con el conjunto bautismal pretendido por el artista.
Las originales, para preservarlas de los daños ocasionados por la intemperie, fueron retiradas y restauradas. Finalmente, en 1956, acabaron en el Palazzo Braschi (Piazza di San Pantaleo, 10, Piazza Navona, 2). Allí formaron parte del museo que acoge (Museo de Roma) hasta que recientemente (en 2016) se trasladaron a su ubicación prevista. Hoy pueden contemplarse formando ese grupo escultórico, finamente labrado por Mochi, en la Basílica de San Giovanni dei Fiorentini (Via Acciaioli, 2). Eso sí, no decoran el Altar Mayor, sino la tercera capilla a la izquierda.
LAS ESCULTURAS DEL ACCESO SUR
Tras la reforma estructural de Pío IX, éste ornamentó la cabecera del puente añadiendo la escultura de la Inmaculada Concepción.
La estatua de San Juan Nepomuceno ya decoraba el lateral derecho del puente. Fue el cardenal húngaro Michael Friederich Althann (Virrey de Nápoles de 1722 a 1728) quien hizo colocar aquí esta estatua tras la canonización del santo, en 1729. La talla, realizada en 1731, es obra del escultor italiano Agostino Cornacchini (1686-1754).
Su nombre está grabado en letras latinas en el pedestal:
“S. IOANNE NAPOMUCENUS”
(SAN JUAN NEPOMUCENO)
San Juan de Nepomuceno murió ahogado en el río Moldava, en Praga, en 1393. Fue arrojado a sus aguas por el rey Wenceslao IV de Baviera, por negarse a revelar las confesiones de la reina. De ahí que se le suela representar acompañado de una Cruz (abrazando la Fe) y de un querubín que, con el índice de su mano derecha sobre la boca, invita al “silencio”.
Simboliza el “secreto sacramental” y, como tal, se le considera protector de los confesores, del honor y, en particular, de quienes están en peligro de perecer ahogados.
A su izquierda, Pío IX hizo colocar la Inmaculada Concepción. Es obra del arquitecto y escultor italiano Domenico Piggiani (1768-1834), quien la esculpió en 1840.
Está realizada en mármol travertino, con una inscripción en su pedestal que la identifica:
“MACULA NON EST IN TE”
(LA MANCHA NO ESTÁ EN TI)
La Virgen, como madre universal dispensadora de Gracia, está representada en actitud orante y con la mirada elevada a los cielos. A sus pies se hallan:
- Una media Luna (menguante). Es símbolo de lo femenino, opuesto y complementario al Sol, que es lo masculino (Jesucristo, en la simbología cristiana).
Acompañando a la Virgen, la Luna nunca se representaba llena, como en la Crucifixión, sino en forma menguante, y ordinariamente con los “cuernos” hacia arriba. En contadas ocasiones, normalmente tras la Batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), éstos aparecen representados hacia abajo, y suelen simbolizar la Victoria contra el turco.
- Una serpiente. La Virgen la pisa con su pie derecho. La serpiente, en la iconografía cristiana, es símbolo del Mal, de la tentación y de la envidia. Su presencia evoca el pecado original cometido por Eva. Un pecado original sobre el que triunfa inequívocamente la Virgen, como Inmaculada Concepción, al pisarla.
De esta manera los católicos representan el dogma de la Inmaculada Concepción de María: como el único ser humano exento del pecado original. Una simbología que siempre la acompaña, extraída del texto bíblico “Apocalipsis” (Cap. 12), donde se describe su aparición.
Su presencia en el Puente Milvio está justificada porque el Papa Pío IX era un ferviente devoto mariano. Tanto que, pocos años más tarde, él mismo proclamó el dogma de la “Inmaculada Concepción”:
«…declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, ha sido preservada inmune de toda mancha de pecado original, ha sido revelada por Dios y por eso se debe creer firme e inviolablemente por todos los fieles.» (Bula “Ineffabilis Deus”, 8 de diciembre de 1854).
EL PUENTE DE LOS CANDADOS
Aunque ya es sobradamente conocido, no está de más recordar que el Puente Milvio fue el primer y original “Puente de los Candados”.
En él surgió esta tradición a finales del 2006, fruto de la segunda novela del escritor romano Federico Moccia: “HO VOGLIA DI TE” (“Tengo ganas de ti”), publicada en 2006.
En ella, los dos jóvenes protagonistas sellaban su relación cerrando un candado y arrojando la llave al Tíber. Nació así lo que se conoció como el fenómeno “Moccia”. Y pronto miles de candados inundaron el Puente Milvio, sujetados en los postes de las farolas.
En 2007, a causa del peso por su aglomeración, alguna farola estuvo a punto de caer. El alcalde de Roma decidió colocar entonces, a tal fin, postes de acero unidos con cadenas. Y el puente se inundó de candados, incluidas papeleras, cuya sobrecarga obligó a que fuesen definitivamente retirados, erradicándose la costumbre en 2012.
Mientras tanto, tal proceder había corrido ya por todo el mundo, y cientos de puentes se pusieron también en peligro. No obstante, todavía pueden verse por algunas ciudades los “candados del amor”, un ritual mágico que aún practican nuestros jóvenes enamorados.
Actualmente el Puente Milvio está libre de candados, pero todavía conserva alguna tierna y romántica promesa de amor. Además, el primer y segundo domingo de cada mes (de 09.00 a 20.00 h.) acoge un curioso mercadillo de antigüedades y artesanía.
Desde 1951, tras la construcción del cercano Puente Flaminio, el tránsito de vehículos pesados quedó limitado. Y hoy el Puente Milvio es puente exclusivamente peatonal. Un encantador lugar donde disfrutar de libertad ante milenarias piedras impregnadas de Historia. Todo un lujo que nos brinda la Infinita Roma.